jueves, 3 de febrero de 2011

Más allá de los sentidos I

A menudo proyecto en mi mente cómo fueron mis sueños antes de convertirse en realidad, antes de pasear entre los semejantes y sentirme ajeno a sus desgracias y conceptos de sus palabras más pronunciadas.

Mientras estudio los puntos convexos de las nuevas constelaciones que observo, reconozco el brillo, la lejanía. Yo he estado allí. He sentido el calor abrasador de cada uno de aquellos cuerpos celestes. Sí, estoy seguro de ello. No tanto como del momento exacto en el que aquel día comprendí uno de los más valiosos significados que puede transmitirte el simple brillar de unos ojos de ámbar.
Es probable se tratase de constelaciones ya existentes, pero aún así, bendigo mi ignorante imaginación, que me da felicidad, la más conformista y falsa, pero cómoda y saciante.



Recuerdo aquella tarde parca del día en que, por primera vez, vi lo valioso de una joya, de una piedra preciosa de verdad. Venía de la casa de mi viejo amigo Gómez. Estuvimos en total seis colegas, él y yo jugando al ajedrez largo y tendido. Por cierto, soberana derrota a la que me sumió. Pasaría un rato hasta que llamó la parienta de uno de ellos, para proponerle plan de noche. Una cena en el piso de ella, que estaba en aquel momento tomándose unas copas con tres amigas más en un pub con un nombre similar al de una bebida carbónica. Él nos comentó la idea, y quedamos ambos para ir después. Los demás se repartirían entre los apalancados al piso de Gómez, y otro que marchó con la que era su novia por aquel entonces. Pasados tres cuartos de hora, ellas nos esperaban cerca del portal de Gonzo. Habían concluído su entretenida tarde con un poco de alcohol por sangre y un humor desternillante. A excepción de la que conducía. No menos que una especie, aún desconocida por mis ojos, de persona; un lívido ángel quedaba, puesto a su lado, a la altura del betún. No, no era un ángel. De echo, era humana, de carne y hueso. No parecía nada que no fuese. No a mis ojos, penetrando los suyos y perdidos en su inmensidad interior desde el primer cruce, todavía siendo involuntaria e inconscientemente. Tal vez sí que diera orden de alejamiento al rondar por sus proximidades durante más tiempo del debido. Pero las apariencias engañan, siempre lo hacen. Y más las que nacen del desconocimiento total de la persona, basadas únicamente en la visión y primera impresión. No sería aquella vez la primera en que entendería con soltura aquellas infinitas sensaciones que pudiera transmitir ahora sobre dichos momentos, pero sí fue la tarde en que establecimos el primer puente de palabras que nos permitiría circular sobre el lago helado de la distancia y timidez las siguientes veces, donde realmente ya comenzaría a plantearme si en toda mi corta vida, de veintidós años, había tenido semejante placer por tener cerca presencia tan envolvente como la suya.

No se trataba de quilates, fuera de cualquier aparente requisito comúnmente exigido. Puesto que a una infinidad de conciudadanos de los países más acomodados, como el mío, les parecía algo exquisito, pero no conseguían saber el por qué, si acaso se lo planteaban. Tal vez, porque no les resultaba tan increíble, o no tanto como para averiguar las razones que les llevaban a gastar tan elevadas sumas de efectivo en tan codiciadas piedras preciosas. Simplemente se conformaban con el prestigioso reconocimiento que se les otorgaba a sus portadores, como símbolo material de grandeza o elegancia.
Tengo que admitir que su brillo era sobresaliente. Sí, era verdadera la rectitud de sus aristas, de su transparencia cristalina y líquida. Sin embargo, eso no era más que lo máximo que mis limitados ojos podían percibir. Luego del tacto, era una lisura tan pulida, un acariciar al alma, un extraño besar desde las yemas de los afortunados dedos que la palpaban. Y tan solo eran mis dedos, mis manos, mi piel. Otra piel inhumana, no podría describirlo como tal. Era insípido, inodoro también, y así era precisamente porque es lo único que los sentidos pueden justificar.

Pero si hablamos de inspiración, de sensanciones que implica el observarlo, analizarlo, preguntarse mil y un por qué acerca de su valor intrínseco, soñarlo, convertirse en ello, saber qué siente, qué piensa, por qué y qué circunstancias le afectan en su toma de decisiones y confección de su ser, su origen, su historia...hasta llegar a venerarlo. Es entonces cuando creo que, de verdad, se entiende el más profundo valor de una joya. De un diamante, como lo pudiera ser ella.