domingo, 10 de febrero de 2019

Aprendizaje

Hace seis años que no tecleaba pensando que escribía. Tenía 27 para 28 y ya vivía en el extranjero, aunque eso es otra historia. Pero no es aquella época lo principal. Lo que quiero contar tiene más que ver con una de las últimas lecciones aprendidas.

Estrés. Siempre lo sentí en mi propia carne. Estudiaba en la universidad y sabía que lo necesitaba para no quedar indiferente ante tan vasta sobrecarga de información, fechas de entrega y exámenes. Hoy, mi cuerpo exterioriza los efectos de haberme aliado a tan mal consejero a lo largo de tanto tiempo. Las entradas se adentran, deborando toda raíz de pelo que encuentran a su paso. Los que se resisten se vuelven canosos, vacíos de color y de vida. Se expande por la barba y se pelea con mi sistema inmunitario, confundido de tanto abuso, dejando roales de piel sin vello. Aunque luego crece con el paso del tiempo, siempre y cuando controle esa ansiedad que se apodera de mí por completo.

Los treinta años, por primera vez, me presentan la muerte, la misma que si se siente rechazada me susurra sus efectos devastadores sobre la salud enseñándome su cara más implacable, junto a la del tiempo.

Los valores de extrema autoexigencia siguen latentes, no obstante, aunque se han adaptado a la realidad y han reconocido la debilidad implícita en mí mismo y en todo ser humano. Ser despiadado con los demás porque ya lo he sido conmigo mismo. Empiezo a desprenderme de ese lema aunque sigo creyendo en la versión más estoica de afrontar la vida y la muerte. He tenido el placer y la desgracia de conocer casos de victoria y fracaso estrepitoso en personas que forman o pertenecieron a mi entorno. Me he alimentado de imágenes de realidad en los viajes de los tres últimos años y me sacié en exceso. La soberbia ambición, la gula y la avaricia se me clavaron adentro y me volvieron a dar la misma respuesta: la envidia, es la envidia la que te mata a ti, a ellos y a todos nosotros juntos. Me olvidé de disfrutar muchos momentos por culpa del dolor sufrido por mis carencias, eternamente confrontado por la comparación menos adecuada en cada momento.

Y volví a mirarme en el espejo. Me desnudé y me dolió lo que vi. Era yo, no el hombre perfecto que cumple los mínimos establecidos por la sociedad. Tuve tiempo de odiarme, repudiarme. Fui el más inclemente conmigo mismo y me convertí en un ser inerte y apático (aún más de lo que pude ser a los veinte).
Pero todo me aproximaba al mismo punto de encuentro. La necesidad de aceptar la naturaleza y la realidad de las culturas, de las personas, de mi cuerpo y no de mi mente. Descubrí que, a diferencia del cuerpo, el cual solo envejece y no modifica sus partes si no es pasando por cirugía, la mente ofrece un mundo de posibilidades, siempre apta para desarrollarse a un diferente grado y mejorar.

Mejorar. Es la palabra que tomo como aliada desde hoy. Porque no hay mejora si me dejo mi salud por el camino, por mucho que ame lo que hago. Es dar el enfoque adecuado a cada situación y seguir probando con perspectivas distintas hasta dar con la que te permite mejorarlo, mejorarlos o, al menos, mejorarte. La naturaleza tiene una evolución no necesariamente positiva, porque no depende del ser humano (por mucho que este la influencie y modifique). Pero desde el momento en que se asumen los límites que esta nos fija, diferentes para cada uno de nosotros, debemos empoderarnos de lo único que podemos dominar: nuestra forma de pensar. Debemos amar nuestro ser para así poder dar amor al vecino.

Rehacer lo deshecho solo si es para mejorar. No sé cómo, pero venga, vale. Suena bien.

No hay comentarios:

Publicar un comentario